domingo, 11 de enero de 2015

Acariciando notas. Tocando corazones.




Era una persona sensible. El arte, su pasión. Tanto, que cuando se volcaba de lleno en él se sentía etéreo, poderoso, indestructible, inmortal... La música especialmente, lo llenaba tanto que lo abrumaba. Se sentaba tranquilamente en la silla, cogía el arco, colocaba los dedos en el mástil y comenzaban a salir notas que, bailando al son de su vibrato, iban formando una bella melodía que cautivaba a todo aquél que la escuchaba. Hasta él quedaba embrujado. Sabía que llegaría un momento en el que tanto esfuerzo, tantos años de estudio y de esa relación de amor/odio con el instrumento, ese miedo a fallar un día se irían y solo quedarían esos momentos en los que tocando, se evadía del mundo, llegando a una capacidad de disfrute que lo transportaba hasta un éxtasis musical que nunca supo describir.

Lo intentaba, de repente dejaba de tocar, cogía una pluma e intentaba plasmar en una hoja todos esos sentimientos encontrados, recién redescubiertos. Pero no era capaz. Era una sensación tan bella que solo se producía cuando tocaba y que había que experimentar para entenderla. Por escrito, nada valía.
Así que, una vez más, volvía a la silla y sus dedos se deslizaban lentamente, ya sabían lo que había que hacer, no tenía que pensarlo. Volvían las melodías aterciopeladas, la bella capacidad evocadora de los días más felices que ahora contenían un halo de amargura, la capacidad de evasión de todo y de todos... Volvían las lágrimas de felicidad en los ojos de quien lo escuchaba, uno de los mejores regalos que les podía hacer. Emocionarles.

Después volvía a la vida real, la de lo material, lo tangible y poco emocionante, la de gente gris y poco feliz; y sabía que aunque paseara por la calle como una persona normal y nadie lo notara, era especial, muy especial. Era un músico que emocionaba y que se emocionaba. Un artista. Un amante.